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Pal’ año q’ entra

A todo cerdo le llega su San Martín, reza el dicho. Hoy es día de San Martín. De Matanza. De hacer salchichas y embutidos para que duren todo el año, con el cerdo del pueblo al que le toca morir. Es una gran celebración antigua que en algunos países, en sus zonas más rurales, se sigue haciendo. Es la forma más amigable con la naturaleza de ser carnívoros. Los cerdos que se matan ahora ayudan todo el año a la granja, produciendo estiércol y alimentándose de las sobras que no se pueden compostar sin procesar por el intestino de un animal. Justo en estas fechas, al cerdo que le toca su turno, se le comienza a alimentar bien, con buenos platos hechos de calabaza estofada u otros vegetales de la temporada.

La última semana de un cerdo es la mejor de su vida. Sabe que va a morir, pero no le importa, se la está pasando de poca madre, comiendo delicioso y durmiendo como un campeón. Lo sacan a pasear, lo bañan, lo miman mucho. Y el día que muere, normalmente en San Martín, se hace una gran fiesta en su honor, que ya quisieran varios humanos. Y los embutidos se preparan en familia, todos ayudan, desde los más chiquitos, hasta los más grandes. Los unos, preparan los guisados; los otros, matan al bichajo; los otros, limpian la sangre; algunos preparan las brasas y ponen vuelta y vuelta los pedazos de cachete recién cortado, aún caliente, para que todos lo prueben; otros, preparan las tripas; algunos, las rellenan. Según la edad es la tarea: los pequeños, la más fácil; los mayores, la más difícil, la que requiere, por ejemplo, de fuegos y precisión.

Siempre he querido ir a una matanza. Estuve en una muy fresa hace dos años. Nos llevaron al matadero, fue horrible. Para mí eso no es una matanza, es un ecocidio. Manel me prometió que me llevaría a una. Quizás el año que viene.

Hace un año estaba en Bosnia, con Nat y Branko, de Vinamí, y era época de matanza. Las mujeres partían calabazas en los campos y los cerdos se veían limpios y felices. Nosotros, en casa de los papás de Brane, en Banja Luka, comíamos aún productos de la matanza del año anterior o de incluso de los de antes. Su familia y amistades me ofrecieron de lo que guardaban para ocasiones especiales. Es periodista gastronómica, decían Nat y Bran, y la gente seguía sacando tesoros. El pan más exquisito que había probado nunca, los jalapeños mejor conservados de la historia de la humanidad, las mejores cervezas artesanas que he siquiera imaginado en mis más húmedos sueños, el mejor queso fresco de mi vida, pimientos, aguardiente, manzanas, avellanas asadas, fiestas, hombres y largos etcéteras. Fue un honor tener el placer de probar cualquiera de esas exquisiteces llenas de amor y sudor familiar. Sin albur, o con.

Cada familia tiene una receta. En ellas se fundamenta el universo. Para algunos, competencia sana. Para Darwin, la Evolución. Así que cada uno compite por ser el mejor. Como familia. Es un concurso tácito, como los que se desarrollan cada semana en los txokos vascos, a ver quién hace el mejor plato. No se dice, no hay trofeos, en algunos pueblos sí, pero cada acción/creación está en competición: el queso, las conservas, la salchicha, la rakja, el vermút, la cerveza, madre mía, qué buena es, el pan. Las sociedades más avanzadas, parece, solo se pelean por ver quién hace mejor de comer. ¡A por ellas! A comer con ellas, pues. ¿México? ¿Really? ¿Mazatlán?, naaaaah…., ¿La Paz?, Meh!… Dicen…

Mientras tanto, en Bosnia, en la parte de Bosnia y de Serbia que conocí, cuando alguien dice domestik, significa casero, homemade. Madre mía, por suerte, casi todo lo es: las ciruelas del jardín, los jalapeños del huerto, las manzanas y los almendros de casa, nuestras viñas. Atásquense que hay lodo. #ÑamÑam

En España las matanzas se prohibieron hace algunos años. «Por salubridad». Y así acabaron con el autosustento y crearon una necesidad que antes no existía. Ahora, las matanzas están obligadas a hacerse en el matadero, para recaudar impuestos y, de paso, fulminar el autoconsumo. Por suerte, aún se hacen matanzas a escondidas, secretas, a las que solo pueden acceder algunos cuantos, porque son ilegales. Un amigo, alguna vez, me enseñó fotos de una en Extremadura. Antes, en toda España, los padres y las abuelas las hacían en casa. Manel me dijo que me llevaría a una de esas. Quizás el año que entra.

Quiero probar la carne calientita, aún viva, de un cerdo feliz. Creo que solo una vez en mi vida he comido cerdo feliz muerto. Manel me dijo que es espectacular recién cortado, cuando algunas partes del animal aún no se han enterado que ha muerto. La única vez que comí cerdo feliz conscientemente fue en carnitas, en una comunidad paupérrima de las orillas del DF, cuando fui de visita una vez que, ya viviendo en Barcelona, quise volver a ver a mi gente del TECHO y de esa comunidad, La Planada, Coyotepec, Estado de México.

Las hacía un señor, él mismo cuidaba y mataba a sus cerdos. Tenía un sentido del humor increíble. Y sus cerdos también. Todos tenían nombre y cuando él los pronunciaba, al darnos el «tour» por el patio, más grande que su casa, decía alguna característica del animal en turno: a Gregorio le gusta mucho la cáscara de naranja; Esteban es un nervioso, nunca se está quieto; Chiquito es como lobo, le gusta mirar a la luna llena. Los cerdos de aquel don tenían características que normalmente tienen las personas, como los apodos. Aquellos marranos de Coyotepec giraban su rostro cada vez que su amo decía su nombre o su apodo. No bromeo. La salsa para los tacos de carnitas de aquel señor era digna de familia bosniaca. Las tortillas se las hacía una pariente, cuyas tortillas eran las mejores de la familia, ¡claro está! En esa comunidad en el México «profundo», cada uno hacía lo que mejor sabía hacer, como en la matanza europea. Tal vez el año que entra lo confirme de primera mano. Tal vez en unos años regresemos a lo profundo de cada uno.

Las fotos son de Ñam Ñam Barcelona y son CC, se pueden utilizar siempre que se cite al blog. El texto es de Ana Luisa Islas y está prohibida su reproducción total y parcial porque es un adelanto de una novela en proceso.

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Vuelven los protagonistas de nuestra infancia

Hay algunas cosas que recuerdo con bastante claridad de los dibujos animados o los tebeos que me gustaban cuando era niña. Una de ellas es la comida. La recuerdo colorida, copiosa, jugosa y muy, muy apetecible. Siempre que terminaba de leer un cómic de Ásterix moría de hambre: jabalíes salvajes a las brasas, acompañados de patatas y verduras silvestres. A veces tengo sueños con las patas de brontosaurio que los Picapiedra devoraban en un santiamén. ¿Y qué me dicen de los bollos suaves que Heidi llevaba a la abuelita de Pedro siempre que volvía de Frankfurt? Grandes rodajas de pan, listas para chopear en inmensas tazas de leche de cabra recién ordeñada El abuelo haciendo quesoo para gratinar con el rico queso que el abuelito preparaba. Quizás el abuelo no era muy bueno para hacer amigos, ¡ah pero cómo sabía hacer quesos el condenado!

Curioso, no recuerdo mucho de la comida con la que se alimentaban los Supersónicos (The Jetsons en inglés, me parece que estos dibujos no se veían en España); seguramente lo harían con algún cubito milimétrico que representaba una comida completa. Aburrido. William Hanna y Joseph Barbera se habrían desilusionado bastante al descubrir que en el año 2017 la comida con la que nos alimentamos no solo no se parece en nada a los mini cubitos “todo en uno”, sino que tiene mucho más que ver con lo que comían los Picapiedra o Heidi en las montañas casi deshabitadas de Suiza de mediados del siglo XIX.

Sí, por suerte para nosotros, y nuestros paladares, actualmente la cocina ha dado un giro hacia atrás. Claro, los hay algunos que siguen experimentando con moléculas y nuevas técnicas y todas esas cosas fuera del alcance de los bolsillos de la gente de a pie. El resto de los “vanguardistas” han puestCodillo.jpgo el ojo en el producto, en el producto tal como se hacía antes. Lo han puesto en esos trozos de pan fresco, suavecito, que incluso la abuelita de Pedro, que no tenía dientes, podría morder. Se han volcado los esfuerzos hacia esos jabalíes o cerdos salvajes que se pasean por la dehesa buscando bellotas y agua, sin que nadie los guíe. Y también, por suerte para nosotros, están preparando codillo de cerdo ibérico al horno, en el que, sin problemas, Hanna Barbera podría basarse para dibujar las patas de brontosaurio.

A los pueblecillos, las ciudades pequeñas y los parajes casi deshabitados, la cocina molecular nunca llegó. Por lo tanto, no les ha costado demasiado trabajo a los cocineros encontrar el santo grial. Siempre había estado ahí, frente a sus narices. Lo único que tenían que dejar que sucediera es dejarlo hablar, solito, sin salsas ni virguerías. Porque no hay mejor forma de probar un queso de las cuevas de los Picos de Europa, creado por un abuelito igual de cascarrabias que el de Heidi, que solo. Si acaso, bañado con algún vino artesanal de la región y acompañado de un pan de pueblo, de corteza robusta y sabor a montaña. No hay mejor forma de probar los guisantes, que recién desenvainados, salteados en el sartén con morcilla de la buena. ¡Qué guisantes! Por eso a los niños no les gustan los guisantes, porque nunca los han probado así. Yo, de niña, antes me habría comido un jabalí entero que un diminuto chícharo.

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Quesos, cerdo, chuletón de buey, vinos, orujos, pulpo, vaca gorda y vieja, tomates frescos, jabalí, codillo, pimientos, bacalao y tantas otras delicias, como nunca las habíamos probado: al natural. A menos, claro, que hayamos tenido la suerte de tener una tía abuela que viviera a orillas del Río Navia, en una cabañita con la chimenea encendida casi todo el año. Como la mayoría no tuvimos esa suerte, hoy en día estamos probando lo mejor del presente y el pasado de la cocina: el producto. Por mí, los cubitos de todo incluido pueden esperar muchos siglos más. ¡Por tutatis!

Texto publicado en el 2013 en el blog de Sagardi.

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