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Va por ti, Manel.

Texto publicado en la columna Crónicas Peatonales, en el diario La Vanguardia, el día 21 de enero de 2017, por el periodista, cronista, escritor y amigo nuestro Arturo San Agustín.

«No sé vivir sin usted / disculpe que se lo diga». Vihuela, guitarrón, violón y trompeta. Estampa charra, pero sin sombreros. El pasado domingo, en el patio interior de una vivienda del barrio de Gràcia, sonó ya en la anochecida ese arrebatador y popular sonido mexicano que en su día atrapó a un barcelonés, el chef del restaurante Suquet de l’Almirall. Se cumplió, pues, su último deseo, porque Manel Marqués, pese a ser devoto de Bruce Springsteen, le pidió a su compañera mexicana, Ana Luisa Islas, que llegada su hora todos sus amigos lo recordaran en el patio de su casa con un vaso en la mano y un mariachi, que, entre otras canciones mexicanas, debía interpretar su favorita: Me nace del corazón. Y todos los allí presentes, con su vaso de mezcal, sotol o tequila en la mano brindamos por Manel mientras la voz morena y rotunda de Coquis Rubio manejaba bien su moño, su rebozo fucsia y su colorista vestido tradicional. En esta Barcelona de ahora mismo a nuestros muertos los despedimos ya de muchas maneras. También a la mexicana. A Manel, que era hombre de mirada limpia y manos trabajadas, le falló el corazón. No ese corazón que las canciones relacionan con las cosas del amor sino el músculo, el verdadero corazón.

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Ana y Manel, brindando en Menorca, en octubre pasado, cuando se casaron frente a sus amigos y familiares más cercanos. Foto de Pep Serret

O sea, que era la primera vez que, con el vaso de mezcal en la mano, como aquel ex cónsul británico de la novela que transcurre en Cuernavaca (México) bajo un volcán, entendí que el dolor de la pérdida, el duelo, incluso el desgarro, puede acompañarse con una canción alegre que habla de la vida y con un trago fuerte que no puede remediar lo ya irremediable, pero que sirve para prolongar, aún, un último momento vivo y vertical que intenta impedir que las lágrimas se adueñen de forma absoluta de la despedida. Y era exactamente en el sonido mexicano de la trompeta donde aquel momento sentido, fraternal y mezclado se entendía mejor. Quizá México es el único país que sabe llorar riendo. O que sabe aparentarlo, porque la pérdida irremediable duele igual en todas partes y el mariachi nada puede hacer por llenar el vacío, esos vacíos que la vida nos va propiciando. La vida nos va preparando, pero no siempre lo entendemos. Y el mariachi, como algunos que creíamos amigos, se va y la ausencia acaba finalmente triunfando.

El pasado domingo, mientras observaba a Ana Luisa Islas, rota pero entera, apasionada, brava, es decir, muy mexicana, recordaba que fue en Cádiz donde conoció al barcelonés Manel. O donde los dos se enamoraron. Así es la vida. Así son algunos viajes. Cádiz, Barbate, Zahara de los Atunes, Sara Baras bailando muy próxima y descalza, la levantá del atún, todo aquello. Creo que el pasado domingo, mientras el mariachi interpretaba esa canción de Joaquín Sabina que habla de un pueblo con mar y de una noche después de un concierto, Ana recordaba aquel viaje al sur. Porque el sur, además de existir, te brinda un viento de poniente que es bueno para el amor y la siempre necesaria risa. Aquel viaje al sur, propiciado por el conservero Álvaro Montero, permitió a Ana y Manel encontrar lo que quizá buscaban. El pasado domingo, mientras daban las diez en la canción de Sabina, no pude evitar pensar en esa frase mexicana y no de Woody Allen que dice: «Si quieres que Dios sonría cuéntale tus planes».

 

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El vestido de los mil colores

Es tanto lo que influye en que un restaurante nos guste que cuando alguno de ellos desaparece, es como si se muriera una pequeña parte de nosotros. Gracias Bread & Circuses por tanto. Extrañaremos tus bocatas de roast beef y tu vermut casero.

Es tanto lo que influye en que un restaurante nos guste que cuando alguno de ellos desaparece, es como si se muriera una pequeña parte de nosotros. Gracias Bread & Circuses por tanto. Extrañaremos tus bocatas de roast beef y tu vermut casero. *Nos avisan que las chicas simplemente cambiarán de local. Yeah!

Sí, como no quisimos quedarnos detrás, hemos decidido escribir un post acerca del vestido dorado y blanco (porque es dorado y blanco, ¿no?). En fin, como la visión, como el vestido de cada uno (negro con plateado, azuloso con naranja o cualquiera de las combinaciones que les agraden), es el espectro que busca cada quien en un restaurante. Sí, parece muy tirada de los pelos la explicación, pero es así.

Ya hemos hablado de este tema en otras entradas, pero nos gustaría ilustrarlo con un par de anécdotas, la primera es un pequeño cuento (ejercicios por los que nos estamos aventurando últimamente) y la segunda es una mini reseña de uno de los locales estrella del barrio de Sant Antoni, en Barcelona, el Bar Calders.

«Siempre se había preguntado el poco sentido que tenía una cerveza sin alcohol. Del café, ni hablar. Una cerveza refresca, pero también relaja. Como diría Arturo San Agustín, aunque él lo dice al hablar del vino, te hace ver el mundo a colores. Sin él, sin ella, todo es en blanco y negro.

Una cerveza sin alcohol es como aquel que adelanta su reloj para llegar antes al trabajo o quien masca un chicle para no fumar o quien se hace una paja para no coger (o más bien, por no poder coger…). Es naive pensar que la conversación, la refrescada y la comida ayudarán a olvidar que se ha pedido una cerveza sin alcohol. Sin duda no. La simple cara de reprobación del camarero, el acompañante o la gente de otras mesas lo haría imposible.

Ni el más laxo de memoria RAM lo olvidaría. Cada maldito sorbo será un recordatorio de la infamia, del agravio. Como lo será también cada minuto extra que «le gané al reloj». Nunca fui de las que llegó a tiempo. Ni siquiera cuando adelanté mi reloj».

Al ojo del amo engorda el caballo

Los fideos que ponen en el Calders con la bebida son lo más, sobre todo cuando te tropiezas con un cacahuate. Bar Calders es de los pocos sitios en Barcelona en donde te ponen, sin cobrarte, un pequeño detalle para comer con la bebida. Eso dice mucho de quiénes son y de cómo es que han llegado a serlo.

A mí una de las cosas que siempre me sorprende de este lugar es que siempre (en los servicios) está alguno de los dos dueños. El señor (un don muy buena onda) o su hijo (el de gafas). Eso, me disculpa todo el mundo, dice mucho y hace mucho por el sitio. Es innegable, nadie, nadie, nadie, cuidará mejor de tu negocio que tú. Nadie le tendrá tanto amor ni tanto respeto. Porque a nadie le ha costado tanto como a ti. Y eso, se nota.

El dueño de un local jamás le cerraría las puertas a nadie al diez para la hora del cierre. Jamás. A menos que sea de esos dueños yuppies que siempre lo han dado todo por sentado (porque se los han dado). El resto (la gran mayoría) tienen muy claro que los clientes son lo más importante de un restaurante. No hay de otra. Sin ellos, no eres nadie. Pregúntenle a todos esos que han ido cerrando poco a poco (jubilaciones adelantadas).

A pesar de las nuevas aperturas, Calders sigue ostentando la corona de rey absoluto de la calle Parlament. Le siguen Els Sortidors del Parlament, Vinito (hostia su página web jajaja), Cometa, Taranna (qué nombre más complicado) y la Xalada. Calders llegó, le quitó el sitio a la Federal y ya nunca se lo devolvió. Olé tú. Y no es que Calders tenga mejor producto que ninguno de los anteriores o mejor cocina. De hecho, hay algunos de sus platos que dejan mucho que desear (sus patatas chips «anachizadas» son una mierda pinchada en un palo). Tienen otros, claro está, que son bastante buenos (como sus ensaladillas rusas) y la mayoría del resto son buenos a secas.

Detalles mexicanos en el Cometa

Detalles mexicanos en el Cometa

Los desayunos del Cometa aún se salvan. Su decoración, en definitiva, es de nuestras favoritas en Barcelona. Miren qué colores.

Los desayunos del Cometa aún se salvan. Su decoración, en definitiva, es de nuestras favoritas en Barcelona. Miren qué colores.

Sin embargo, sin lugar a dudas, su dedicación por el cliente, aún en los momentos de mayor estrés, es de admirar. Y, si se compara con el resto de los locales de la calle, en eso nadie les gana. Prefiero sentarme con la espalda de otro justo al lado para beberme una Paulaner con fideos y cacahuetes aquí que soportar a las camareras hipsters del Cometa. «La máquina de jugos está desconectada. Pero si son las 8 de la tarde. Pues sí pero hay que lavarla y ya lo hemos hecho»…

Pues eso, que como el vestido, para gustos, colores.

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